miércoles, 29 de septiembre de 2010

Conde Georg von STOCKAU



Los Conds von Stockau pertenecían a la más alta nobleza del Imperio pero por la mano izquierda. Efectivamente, el conde Georg Adolf von Stockau era hijo natural de la Princesa Theresia von Thurn un Taxis, nacida Duquesa de Mecklenburg-Strelitz, y del conde Maximilian von und zu Lerchenfeld aud Köfering und Schönberg.



La Princesa Theresia estaba casada con el V Príncipe von Thurn und Taxis y residía en Regensburg (Ratisbona), pero de su relación extramatrimonial con Lerchenfeld tuvo dos hijos: Georg Adolf, titulado conde von Stockau (1806-1865) y Amalia (1808-1888) que casaría con el barón Georg Alexander von Krüdener.



El conde Georg von Stockau, nacido en 1837, era precisamente nieto de la princesa Theresia von Thurn und Taxis, como hijo del conde Georg Adolf von Stockau y de la condesa Franziska von Fünfkirchen.
El 2 de julio de 1872 había contraído matrimonio con Evelyne BALTAZZI, nacida el 25 de noviembre de 1854, hermana de la Baronesa von Vetsera.
El matrimonio había tenido tres hijos:
1. Franziska, nacida en 1873
2. Sophie, nacida en 1874
3. Mathilde, nacida en 1881, quien más tarde casarîa con el príncipe Alexander de Cröy.



Georg von Stockau era tío de la condesa Maria Theresia von Stockau, mujer de Aristides Baltazzi, hija del conde Federico von Stockau (hermano de Georg) y de la condesa Mathilde Chorinsky von Ledske.

Condesa Anna von UGARTE, Madame BALTAZZI



Hofdamen en 1882. De izquierda a derecha: Condesa von Pejacsevich, de familia húngara-croata; Baronesavon Teschenberg; Condesa von Hoyos, Condesa von Salm; Princesa Franziska von Montenuevo, née condesa Kinsky von Wchinitz und Tettau (mujer de Alfred von Montenuevo); la Emperatriz-Reina Elizabeth; Condesa von Cappi; Anna BALTAZZI, nacida condesa von Ugarte y Condesa von Nostitz.

La condesa Anna von Ugarte nació en 1855, hija de una familia de la alta nobleza bohema que mantenía con los Baltazzi acaballadas de razas finas. Dama de la Corte, Anna von Ugarte Baltazzi - casada con Héctor Baltazzi - tenía acceso a la corte, ceremonias oficiales, banquetes y bailes, acompañando a la Emperatriz como dama de honor.
Divorció de su marido alos 34 años el mismo año de la tragedia de Mayerling.
Casada

martes, 28 de septiembre de 2010

Quiénes eran los Baltazzi?



Blasón veneciano de la familia Baltazzi

“La familia Baltazzi, aunque extranjera, nos es fiel a toda prueba, lo ha demostrado con todo el corazón. Por ello, excepcionalmente, le concedemos permiso de construir su Palacio en Beyoglu (Pera)”
Decreto de la Sublime Puerta: el primer derecho de propiedad dado a un extranjero por el Sultán Mahmut II



Nombre: Alejandro Baltazzi
Lugar de nacimiento: Constantinopla
Fecha de nacimiento: 3 enero 1850
Domicilio: Giselagasse, 9; Viena
Profesión: propietario


Nombre: Héctor Baltazzi
Lugar de nacimiento: Constantinopla
Fecha de nacimiento: 14 febrero 1852
Domicilio: Schwarzenbergstrasse, 8; Viena.
Profesión: jockey


Nombre: Arístides Baltazzi
Lugar de nacimiento: Constantinopla
Fecha de nacimiento: 13 enero 1853
Domicilio: Johannesgasse, 10; Viena
Profesión: propietario


Nombre. Enrique Baltazzi
Lugar de nacimiento: Therapia
Fecha de nacimiento: 5 agosto 1858
Domicilio: Giselagasse, 9; Viena
Profesión: propietario



Cuando los Baltazzi viajaban por Europa, su equipaje superaba en mucho el lujo y confort del de la Familia Imperial. Solían desplazarse no sólo con consortes e hijos sino también con los secretarios, gobernantes y sirvientes, amén de sus caballos árabes y andaluces, vacas y cabras para disfrutar en todo momento de leche fresca y, claro, los beagles de caza, los chichuahuas de las señoras y los terranovas de los caballeros. Embarcaban frutas y vegetales en grandes cajas de madera y todo tipo de conservas para los niños que no frecuentaban el restaurante del tren; las maletas y baúles, se colocaban al lado de las cajas fuertes en tanto que se reservaba un lugar seco y seguro para las arquetas de madera con café, cilindros de metal con té Assam para el desayuno y el delicado Darjeeling de Puttabong para la tarde, licores aromatizados, amén de un sinfín de etcéteras que ocupaban completamente los vagones personales y personalizados.
En 1874 el mayor de los hermanos Baltazzi, Alejandro, había sido presentado a la emperatriz Elisabeth por el Duque de Rutland, amigo de la familia; desde entonces los hermanos habían pasado a formar parte de la Corte oficiosa de la soberana. Dos años más tarde Héctor, el tercero de los hermanos varones y el mejor jinete de la familia ganó el Derby de Epson, en Inglaterra, en presencia de la Reina Victoria, con el caballo Kisber y, semanas más tarde, el Grand Prix de París: la gloria de sus laureles deportivos cubrió a toda la familia. En Inglaterra la aristocracia les abrió sus salones incondicionalmente y en París todo el Faubourg Saint-Germain se puso a sus pies.
Pero los cuatro hermanos eran hombres de negocios avisados, realistas y con la cabeza bien puesta sobre los hombros. La vida había que lucharla día a día, y los laureles justificarlos. Si Alejandro nunca se casó, Arístides hizo un matrimonio espléndido con la condesa Maria Theresia von Stockau y Héctor con la condesa Ana von Ugarte, pero sus brillantes matrimonios no les abrieron automáticamente las puertas del sancta sanctorum social por excelencia, la Hofburg. Su rango de aristócratas constantinopolitanos les permitía una invitación tan sólo al Hofball, el baile anual abierto a la burguesía, en tanto que el Ball bei Hof, el baile en la Corte, reservado a la alta nobleza y al cuerpo diplomático, les estaba vedado. El matiz era importante y a menudo marcaba la vida de una persona.
Como otros nobles otomano-vénetos los Baltazzi decían no tener necesidad de títulos de nobleza, el apellido les bastaba. Su mayor aspiración no era ser admitidos oficialmente en las soporíferas ceremonias de Palacio; había otro modo de “entrar” en el giro de la Corte y sobre todo permanecer bien plantado en la vida: utilizando la inteligencia y la seducción. Si bien los hermanos no eran admitidos a las largas y pesadas ceremonias de Palacio tenían acceso al círculo íntimo de la Emperatriz y gozaban de su amistad. Para ellos era lo más importante.
Pese a su riqueza e influencia los cuatro hermanos eran hombres simpáticos, conocidos por su afabilidad; Viena se había rendido ante ellos. Por eso cuando el menor de los hermanos, Enrique, entabló una relación que duró al menos cuatro años con Maria Luisa Larisch Moennich la buena sociedad miró con tolerancia y hasta con cierta ternura aquél vínculo, sobre todo porque la pareja se cuidaba bien de trasgredir los límites de la distinción y la elegancia moral.
Con algunos de sus mejores amigos, como el conde Nicolás Eszterházy, el príncipe Nicolás Salm-Salm, el príncipe Luis de Rohan y sus cuñados Albert von St Julian y Jorge von Stockau, los Baltazzi habían fundado el Jockey Club en Pressburg (Bratislava) que, al abrir su local en Philipphof de Viena, bien pronto se convirtió en el centro deportivo y social más exclusivo de la capital. En Viena eran adulados y festejados por la nobleza y la nueva aristocracia del Imperio, la del dinero, la de los banqueros y hombres de negocios que fundaban su fortuna en la industria y los negocios antes que en las dotes de los matrimonios ventajosos.
La vida mundana de los Baltazzi tocaba lo más selecto de la sociedad del Imperio pero también – gracias al Jockey Club - el mundo deportivo, la banca, la alta burguesía, los profesionales liberales, artistas y literatos. Había todo un mundillo en ebullición bajo los palacios blasonados, una nueva clase social – imposible de colocar en el escalafón social por el momento – que dirigía Europa por derroteros insospechados, incomprensibles para los nobles y militares de toda la vida. En el Jockey los Baltazzi estaban “a caballo” entre los dos mundos ya que sus intereses en torno al deporte ecuestre cubrían una serie de actividades prodigiosamente bien remuneradas: desde la crianza de andaluces hasta la formación de deportistas, pasando por la alimentación para caballos. Por eso los cuatro hermanos sonreían indulgentes ante los esfuerzos de Elena por aspirar al mismo tratamiento reservado a las Altezas Serenísimas, y si bien tenían en alta estima sus antepasados y su parentela, conocían bastante bien el mundo y sus vericuetos como para desterrar la sola idea de entrar a la Hofburg por la puerta grande. Y Viena les daba la razón. Educados en Inglaterra y Austria, la alta sociedad los consideraba la quintaesencia del cosmopolitismo y el refinamiento; aristócratas y diplomáticos se disputaban por tenerlos como invitados y los nuevos ricos les hacían la corte para postular su ingreso al Jockey Club; tener a un Baltazzi como padrino equivalía a cien invitaciones al Ball bei Hof.



De izquierda a derecha: condesa Maria Virginia von Saint-Julien nacida Baltazzi, su marido, conde Albert von Saint-Julien, baronesa Elena von Vetsera nacida Baltazzi y barón Albin von Vetsera

Una vez por semana los Baltazzi se reunían a comer en el restaurante del Hotel Imperial. Se habían impuesto un briefing que planeaba sobre tres puntos: las inversiones y las propiedades en Oriente, las acciones en Europa y los caballos, con una apostilla especial dedicada a la familia: los problemas matrimoniales de Héctor, la visita de sus primos los Príncipes Cantacuzeno la próxima primavera y la crisis provocada por la sobrina Mary tildada de mujercilla casquivana por algunas matronas vienesas.


Acción de la Société Générale de l'Empire Ottoman, firmada por Alexandre Baltazzi

Los Baltazzi no eran nuevos ricos ni parvenus, conocían el sistema social y sabían que el futuro se encontraba en otra dirección; pese a ello habían decidido secundar a su hermana Elena estudiando las “intenciones honorables” de Don Miguel de Braganza. La estratagema de Elena era ingeniosa y había obtenido cerrar la boca a Lady Paget y otra media docena de damas que ponían en peligro el buen nombre de la familia. Nadie se atrevía a hablar contra una niña sobre la que se habían posado los ojos de la realeza. La verdad es que ni en sus sueños más remotos los Baltazzi podían imaginarse ver un día a la pequeña Mary subir por la escalera de honor de la Hofburg con la diadema de las Reinas de Portugal.




Don Miguel, duque de Braganza, Rey titular de Portugal y de los Algarves

En aquél tiempo tampoco los riquísimos banqueros judíos Rothschild, los Hirsch, los Bischoffheim y Moisés de Camondo eran recibidos en el Palacio Imperial, lo cual no impedia que mantuvieran estrecha amistad con algunos de los miembros dela Familia Imperial.
Los hermanos Baltazzi dejaban a Elena los problemas de sociedad, al fin y al cabo la orgullosa nobleza - estaban seguros - tenía los días contados, el mundo iba ya por otros derroteros, no se podía excluir a nadie si se quería tener un futuro.
La misma Emperatriz les daba la razón. En alguna ocasión, en Inglaterra o en París, Sissi se expresaba con la franqueza brutal que la caracterizaba: no había nada más sólidamente aburrido e inútil que las reuniones de Corte; el mundo estaba fuera de los grandes portones de Palacio, entre los negocios que pululaban en las calles céntricas, en los restaurantes y grandes hoteles, en los selectos clubes de señores o en una noche en las tabernas de las afueras de Viena. Y, desde luego, en los negocios.
Esta vez, sin embargo, había que examinar seriamente la crisis de la sobrina Mary. La niña se había encaprichado una vez más con un hombre, sólo que esta vez había apuntado tan lejos que resultaba inalcanzable: el mismo Kronprinz. Enrique sabía que entre Maria Luisa Larisch y Rodolfo existían efusiones más que afectuosas, una situación que lo tenía sin cuidado ya que hacía ya algún tiempo que entre él y la Condesa no había comercio carnal sino esporádicamente, y debía reconocer que Jorge Larisch era un hombre elegante de espíritu puesto que educaba a sus dos bastardos como vástagos de su estirpe. Pero ahora había “algo podrido en Dinamarca”. Maria Luisa frecuentaba muy a menudo el Palacio Vetsera llevándose a Mary de compras o al Prater y Elena no quería ver que la entremetida Condesa no era sino una mujer sin escrúpulos cuando se trataba de dinero. Esa extraña amistad con una joven que podía ser su hija no podía sino tener relación con la reciente afición de Mary por todo lo que se refería al archiduque Rodolfo. Pero ¿cómo advertir a una madre ciega por su afán de éxito social? Enrique estaba seguro de una cosa, las inquietudes sociales de su hermana no iban hasta el extremo de vender a su hija, pero Elena veía en la Condesa Larisch un puente que los emparentaba con la realeza y un escalón importantísimo en el logro de sus fines: flanquear las puertas de Palacio.
Enrique había puesto a Alejandro de sobre aviso, y ambos mantenían una discreta aunque segura vigilancia sobre Mary.



Princesa Julia Caradja, nacida Baltazzi, prima de los hermanos Baltazzi

viernes, 17 de septiembre de 2010

Castillo de Gödollö, otoño de 1876


Fachada principal del castillo de Gödollö

Remontemos en el tiempo afin de conocer mejor ls complicadas relaciones e intrigas que rodearon la tragenia de Mayerling.
Al abandonar Constantinopla para instalarse en Austria, Elena Vetsera y a su marido (casados en 1864), escogieron una villa en el distrito de Leopoldstadt - Am Schüttel n° 11 - una zona residencial de la alta burguesía vienesa; pero desde el principio esta residencia no fue considerada sino como una escala.
En 1871, el mismo año del nacimiento de Mary, la tercera de sus hijos, Albin recibió del Emperador su carta de nobleza con el título de Barón.
La pareja tuvo cuatro hijos, Ladislas, que conoció un trágico final en el incendio del Burgtheater de Viena en 1887, Johanna, Maria Alexandrina y Francisco, que respondía al diminutivo de Feri.
La Baronesa Vetsera causaba sensación con su tipo: morena, de ojos garzos y modales de Basilisa bizantina. Su exhuberancia levantina era matizada por su sangre inglesa y la educación afrancesada que había recibido. Era una mujer que sabía escuchar pero que muy a menudo guardaba para ella sus propios juicios; su rostro era más bien afilado, los ojos ligeramente sombreados por un velo de ojeras, los labios carnosos que cerraba con gesto de firmeza pero que se transformaba a veces en una mueca de desprecio. Su mirada era magnética, a veces insoportable para su interlocutor.
Con su elevación a la nobleza del Imperio, Elena se fijó un programa claro y preciso: ser presentada a la Corte. Nada había más inconcebible para los Baltazzi que, teniendo sus entradas en los fabulosos palacios de Dolmabahçe y Topkapi en Estambul, tenían cerradas las puertas de la Hofburg. Muy pegada de su rango y del honor de su familia, Elena había sentido cruelmente las miradas y el trato ligeramente condescendiente de algunas de sus amistades ya que, pese a sus orígenes y a su tren de vida principesco, los Baltazzi carecían en Austria de la Hoffähigkeit que permitía el acceso a la Corte, o sea los dieciséis cuarteles de nobleza inmemorial y mejor si impoluta, y aquello no era posible inventar. La presentación a la Corte no podía hacerse pues por derecho propio, salvo una rarísima gracia del Emperador que no parecía muy dispuesto a concederla pero, ¿acaso toda regla no tiene su excepción que precisamente la valida? ¿No existían otros medios?
Poco tiempo después de su instalación en Europa, el barón Albin Vetsera se retiró del servicio diplomático para asumir la administración de la fortuna del Sultán, lo que lo llevaba a ausentarse a menudo de Viena.
Por aquella época comenzaron a correr rumores que prestaban a su mujer - Elena Baltazzi - algunas aventuras amorosas, la primera de ellas con el conde Nicolás Esterházy von Galantha, Caballerizo Mayor de la Emperatriz, y luego - Elena comenzaba a apuntar alto, muy alto - con el archiduque Guillermo de Austria-Teschen. Se dijo también que el mismo Kronprinz Rodolfo había disfrutado de sus favores, pero nadie – salvo los interesados – podían negarlo o confirmar. Y ninguno hizo ni lo uno ni lo otro, pero había presunciones...
En el otoño de 1876, Elena había sido invitada por la Emperatriz al castillo de Gödöllö. Para ser más precisos, los invitados eran sus hermanos Alejandro, Arístides y Héctor, pero ella misma y el más joven de los Baltazzi, Enrique, fueron considerados una extensión de la invitación “al círculo privado de Su Majestad”, no a la Corte.
La condesa Maria Festetics von Tolna, dama de la Emperatriz, se percató horrorizada de la estrategia de seducción que desplegaba la Baronesa para atraer al joven Kronprinz de apenas dieciocho años; al parecer los avances fueron remarcados por todos, incluso por Sissi y Francisco José.
En su diario íntimo, la condesa Fectetics escribió:
"Comme la tentation guette les jeunes gens!... Voici entre autres cette Baronne Vetsera... sans danger en apparence, car Dieu sait qu'ellen'est pas séduisante, mais elle est accorte et elle se sers volontiers de tout le monde pour être reçue à la cour et mettre sa famille en avant. Ses filles grandissent, lentement, il est vrai, mais elle pose ses jalons à temps!"
La celosa Condesa Festetics mencionaba también que la Baronesa procuraba ganarse la confianza de las damas de la Emperatriz, sobre todo Ida Ferenczy, y - siempre según su diario - su atrevimiento llegaba a valerse del propio Kronprinz para lograr su objetivo. Así un día Rodolfo dice a la condesa Fectetics:
- La Baronne Vetsera viendra vous voir, si vous le permettez...A lo que ella respondió riendo - sin duda para evitar toda tirantez entre ella y el heredero de la corona:
- Certes, non, Altesse, je ne le permets pas. Qu'elle donne rendez-vous à Votre Altesse ailleurs que dans mon salon, je ne tiens pas à sa compagnie. Je l'ai tenue à distance jusque-là et j'entends continuer.
Lo cierto es que, aprovechando el ambiente relajado de la cacería y de las carreras hípicas, la persecución de Elena había ido más allá de todo aceptable en sociedad; bromas, risas, caprichos, conversaciones provocativas, en suma, los mensajes sexuales de la Baronesa habían sido lanzados sin código alguno: eran claros y directos. En digno discípulo del Conde von Bombelles, Rodolfo no dejó pasar la ocasión de una aventura con una mujer de mundo; por su parte Charly Bombelles estaba encantado; la experiencia sexual de su patrón y pupilo era una prioridad en su programa educativo. Para Elena, sin embargo, el asunto revestía otro cariz. Casada y madre de dos hijos, la Baronesa no podía lanzarse a una aventura que podría tener consecuencias contrarias a las que ella esperaba. Acostarse con un hombre once años menor que ella era divertido y el Kronprinz de mirada triste era en realidad una bestia erótica; decidió al final relegar la experiencia al rango de anécdota simpática. Elena era demasiado ambiciosa para asumir el papel de una de aquellas damas que ayudaban a los Habsburgo en el desarrollo de su virilidad, y tampoco ambicionaba convertirse en una amante titular, cosa que – lo sabía bien – la marcaría para siempre.


Elena, baronesa von Vetsera, née Baltazzi

El episodio de Gödöllö había sido una escapada más que indiscreta de una mujer de veintinueve años con un marido perpetuamente ausente. Elena cambió de dirección y se abocó a la vida mundana con discreción y estilo, entregándose a un objetivo en cuerpo y alma: convertirse en la mejor anfitriona de Viena.
Una “gran dama” no se puede improvisar pero Elena lo tenía todo: nombre, riqueza, posición, una educación refinada y cosmopolita y, sobre todo, cuna. Los Vetsera dejaron la casona del distrito de Leopoldstadt y alquilaron a los Príncipes de Salm un espléndido palacio rococó color amarillo Habsburgo en la Salesianergasse que avecinaba con varias embajadas y casas de la nobleza.