martes, 28 de septiembre de 2010

Quiénes eran los Baltazzi?



Blasón veneciano de la familia Baltazzi

“La familia Baltazzi, aunque extranjera, nos es fiel a toda prueba, lo ha demostrado con todo el corazón. Por ello, excepcionalmente, le concedemos permiso de construir su Palacio en Beyoglu (Pera)”
Decreto de la Sublime Puerta: el primer derecho de propiedad dado a un extranjero por el Sultán Mahmut II



Nombre: Alejandro Baltazzi
Lugar de nacimiento: Constantinopla
Fecha de nacimiento: 3 enero 1850
Domicilio: Giselagasse, 9; Viena
Profesión: propietario


Nombre: Héctor Baltazzi
Lugar de nacimiento: Constantinopla
Fecha de nacimiento: 14 febrero 1852
Domicilio: Schwarzenbergstrasse, 8; Viena.
Profesión: jockey


Nombre: Arístides Baltazzi
Lugar de nacimiento: Constantinopla
Fecha de nacimiento: 13 enero 1853
Domicilio: Johannesgasse, 10; Viena
Profesión: propietario


Nombre. Enrique Baltazzi
Lugar de nacimiento: Therapia
Fecha de nacimiento: 5 agosto 1858
Domicilio: Giselagasse, 9; Viena
Profesión: propietario



Cuando los Baltazzi viajaban por Europa, su equipaje superaba en mucho el lujo y confort del de la Familia Imperial. Solían desplazarse no sólo con consortes e hijos sino también con los secretarios, gobernantes y sirvientes, amén de sus caballos árabes y andaluces, vacas y cabras para disfrutar en todo momento de leche fresca y, claro, los beagles de caza, los chichuahuas de las señoras y los terranovas de los caballeros. Embarcaban frutas y vegetales en grandes cajas de madera y todo tipo de conservas para los niños que no frecuentaban el restaurante del tren; las maletas y baúles, se colocaban al lado de las cajas fuertes en tanto que se reservaba un lugar seco y seguro para las arquetas de madera con café, cilindros de metal con té Assam para el desayuno y el delicado Darjeeling de Puttabong para la tarde, licores aromatizados, amén de un sinfín de etcéteras que ocupaban completamente los vagones personales y personalizados.
En 1874 el mayor de los hermanos Baltazzi, Alejandro, había sido presentado a la emperatriz Elisabeth por el Duque de Rutland, amigo de la familia; desde entonces los hermanos habían pasado a formar parte de la Corte oficiosa de la soberana. Dos años más tarde Héctor, el tercero de los hermanos varones y el mejor jinete de la familia ganó el Derby de Epson, en Inglaterra, en presencia de la Reina Victoria, con el caballo Kisber y, semanas más tarde, el Grand Prix de París: la gloria de sus laureles deportivos cubrió a toda la familia. En Inglaterra la aristocracia les abrió sus salones incondicionalmente y en París todo el Faubourg Saint-Germain se puso a sus pies.
Pero los cuatro hermanos eran hombres de negocios avisados, realistas y con la cabeza bien puesta sobre los hombros. La vida había que lucharla día a día, y los laureles justificarlos. Si Alejandro nunca se casó, Arístides hizo un matrimonio espléndido con la condesa Maria Theresia von Stockau y Héctor con la condesa Ana von Ugarte, pero sus brillantes matrimonios no les abrieron automáticamente las puertas del sancta sanctorum social por excelencia, la Hofburg. Su rango de aristócratas constantinopolitanos les permitía una invitación tan sólo al Hofball, el baile anual abierto a la burguesía, en tanto que el Ball bei Hof, el baile en la Corte, reservado a la alta nobleza y al cuerpo diplomático, les estaba vedado. El matiz era importante y a menudo marcaba la vida de una persona.
Como otros nobles otomano-vénetos los Baltazzi decían no tener necesidad de títulos de nobleza, el apellido les bastaba. Su mayor aspiración no era ser admitidos oficialmente en las soporíferas ceremonias de Palacio; había otro modo de “entrar” en el giro de la Corte y sobre todo permanecer bien plantado en la vida: utilizando la inteligencia y la seducción. Si bien los hermanos no eran admitidos a las largas y pesadas ceremonias de Palacio tenían acceso al círculo íntimo de la Emperatriz y gozaban de su amistad. Para ellos era lo más importante.
Pese a su riqueza e influencia los cuatro hermanos eran hombres simpáticos, conocidos por su afabilidad; Viena se había rendido ante ellos. Por eso cuando el menor de los hermanos, Enrique, entabló una relación que duró al menos cuatro años con Maria Luisa Larisch Moennich la buena sociedad miró con tolerancia y hasta con cierta ternura aquél vínculo, sobre todo porque la pareja se cuidaba bien de trasgredir los límites de la distinción y la elegancia moral.
Con algunos de sus mejores amigos, como el conde Nicolás Eszterházy, el príncipe Nicolás Salm-Salm, el príncipe Luis de Rohan y sus cuñados Albert von St Julian y Jorge von Stockau, los Baltazzi habían fundado el Jockey Club en Pressburg (Bratislava) que, al abrir su local en Philipphof de Viena, bien pronto se convirtió en el centro deportivo y social más exclusivo de la capital. En Viena eran adulados y festejados por la nobleza y la nueva aristocracia del Imperio, la del dinero, la de los banqueros y hombres de negocios que fundaban su fortuna en la industria y los negocios antes que en las dotes de los matrimonios ventajosos.
La vida mundana de los Baltazzi tocaba lo más selecto de la sociedad del Imperio pero también – gracias al Jockey Club - el mundo deportivo, la banca, la alta burguesía, los profesionales liberales, artistas y literatos. Había todo un mundillo en ebullición bajo los palacios blasonados, una nueva clase social – imposible de colocar en el escalafón social por el momento – que dirigía Europa por derroteros insospechados, incomprensibles para los nobles y militares de toda la vida. En el Jockey los Baltazzi estaban “a caballo” entre los dos mundos ya que sus intereses en torno al deporte ecuestre cubrían una serie de actividades prodigiosamente bien remuneradas: desde la crianza de andaluces hasta la formación de deportistas, pasando por la alimentación para caballos. Por eso los cuatro hermanos sonreían indulgentes ante los esfuerzos de Elena por aspirar al mismo tratamiento reservado a las Altezas Serenísimas, y si bien tenían en alta estima sus antepasados y su parentela, conocían bastante bien el mundo y sus vericuetos como para desterrar la sola idea de entrar a la Hofburg por la puerta grande. Y Viena les daba la razón. Educados en Inglaterra y Austria, la alta sociedad los consideraba la quintaesencia del cosmopolitismo y el refinamiento; aristócratas y diplomáticos se disputaban por tenerlos como invitados y los nuevos ricos les hacían la corte para postular su ingreso al Jockey Club; tener a un Baltazzi como padrino equivalía a cien invitaciones al Ball bei Hof.



De izquierda a derecha: condesa Maria Virginia von Saint-Julien nacida Baltazzi, su marido, conde Albert von Saint-Julien, baronesa Elena von Vetsera nacida Baltazzi y barón Albin von Vetsera

Una vez por semana los Baltazzi se reunían a comer en el restaurante del Hotel Imperial. Se habían impuesto un briefing que planeaba sobre tres puntos: las inversiones y las propiedades en Oriente, las acciones en Europa y los caballos, con una apostilla especial dedicada a la familia: los problemas matrimoniales de Héctor, la visita de sus primos los Príncipes Cantacuzeno la próxima primavera y la crisis provocada por la sobrina Mary tildada de mujercilla casquivana por algunas matronas vienesas.


Acción de la Société Générale de l'Empire Ottoman, firmada por Alexandre Baltazzi

Los Baltazzi no eran nuevos ricos ni parvenus, conocían el sistema social y sabían que el futuro se encontraba en otra dirección; pese a ello habían decidido secundar a su hermana Elena estudiando las “intenciones honorables” de Don Miguel de Braganza. La estratagema de Elena era ingeniosa y había obtenido cerrar la boca a Lady Paget y otra media docena de damas que ponían en peligro el buen nombre de la familia. Nadie se atrevía a hablar contra una niña sobre la que se habían posado los ojos de la realeza. La verdad es que ni en sus sueños más remotos los Baltazzi podían imaginarse ver un día a la pequeña Mary subir por la escalera de honor de la Hofburg con la diadema de las Reinas de Portugal.




Don Miguel, duque de Braganza, Rey titular de Portugal y de los Algarves

En aquél tiempo tampoco los riquísimos banqueros judíos Rothschild, los Hirsch, los Bischoffheim y Moisés de Camondo eran recibidos en el Palacio Imperial, lo cual no impedia que mantuvieran estrecha amistad con algunos de los miembros dela Familia Imperial.
Los hermanos Baltazzi dejaban a Elena los problemas de sociedad, al fin y al cabo la orgullosa nobleza - estaban seguros - tenía los días contados, el mundo iba ya por otros derroteros, no se podía excluir a nadie si se quería tener un futuro.
La misma Emperatriz les daba la razón. En alguna ocasión, en Inglaterra o en París, Sissi se expresaba con la franqueza brutal que la caracterizaba: no había nada más sólidamente aburrido e inútil que las reuniones de Corte; el mundo estaba fuera de los grandes portones de Palacio, entre los negocios que pululaban en las calles céntricas, en los restaurantes y grandes hoteles, en los selectos clubes de señores o en una noche en las tabernas de las afueras de Viena. Y, desde luego, en los negocios.
Esta vez, sin embargo, había que examinar seriamente la crisis de la sobrina Mary. La niña se había encaprichado una vez más con un hombre, sólo que esta vez había apuntado tan lejos que resultaba inalcanzable: el mismo Kronprinz. Enrique sabía que entre Maria Luisa Larisch y Rodolfo existían efusiones más que afectuosas, una situación que lo tenía sin cuidado ya que hacía ya algún tiempo que entre él y la Condesa no había comercio carnal sino esporádicamente, y debía reconocer que Jorge Larisch era un hombre elegante de espíritu puesto que educaba a sus dos bastardos como vástagos de su estirpe. Pero ahora había “algo podrido en Dinamarca”. Maria Luisa frecuentaba muy a menudo el Palacio Vetsera llevándose a Mary de compras o al Prater y Elena no quería ver que la entremetida Condesa no era sino una mujer sin escrúpulos cuando se trataba de dinero. Esa extraña amistad con una joven que podía ser su hija no podía sino tener relación con la reciente afición de Mary por todo lo que se refería al archiduque Rodolfo. Pero ¿cómo advertir a una madre ciega por su afán de éxito social? Enrique estaba seguro de una cosa, las inquietudes sociales de su hermana no iban hasta el extremo de vender a su hija, pero Elena veía en la Condesa Larisch un puente que los emparentaba con la realeza y un escalón importantísimo en el logro de sus fines: flanquear las puertas de Palacio.
Enrique había puesto a Alejandro de sobre aviso, y ambos mantenían una discreta aunque segura vigilancia sobre Mary.



Princesa Julia Caradja, nacida Baltazzi, prima de los hermanos Baltazzi

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